suerte/BUDOSON
suerte (cuento)
Era muy temprano y hacía bastante frío cuando E. salió de su casa dirigiéndose al bar más cercano, que se encontraba a unos pocos metros. El sol, impertinente, mostraba los más horrendos detalles de las personas con las que se iba encontrando por el camino, lo que le hizo sentirse abrumado, algo asustado en aquel espéctaculo exhibicionista. Se tranquilizó cuando llegó al bar, un agujero grasiento, poco iluminado y en el que surgía una densa niebla conforme avanzaba el día, producto de las comidas y los cigarros y en la que E. se perdía a sus anchas. Mientras tomaba café (y puesto que no tenía otra cosa que hacer) dirigió su mirada hacia la vieja máquina tragaperras del fondo, como hacía cada día. Tenía luces por todos los lados, con colores muy llamativos pero nada sugerentes, pensó. Parpadeando, la palabra suerte aparecía y desaparecía en la pequeña pantalla. Nunca antes se había molestado siquiera en leerlo y no le extrañó; se sintió ligeramente superior al pensar cómo podía una persona dejarse llevar por una tentación tan absurda presentada además de manera tan pobre, hasta el punto de perder el dinero y en ocasiones la cabeza. En su miseria no podía permitirse el desliz de confiar en la suerte, de crear buena suerte para él. Había visto a muchos hombres corromperse acompañados por la fortuna, amigos que en un momento dado se habían olvidado de todo cegados por el triunfo. E. no se consideraba un hombre afortunado (porque no lo era), pero de alguna forma se sentía satisfecho: creía que lo que debía hacer era luchar contra todo aquello que podía hacerle creer en que la suerte existía y aun en que él mismo podía manejarla; y lo estaba consiguiendo.
mirar AQUI el artículo con fecha 28.3.04
Era muy temprano y hacía bastante frío cuando E. salió de su casa dirigiéndose al bar más cercano, que se encontraba a unos pocos metros. El sol, impertinente, mostraba los más horrendos detalles de las personas con las que se iba encontrando por el camino, lo que le hizo sentirse abrumado, algo asustado en aquel espéctaculo exhibicionista. Se tranquilizó cuando llegó al bar, un agujero grasiento, poco iluminado y en el que surgía una densa niebla conforme avanzaba el día, producto de las comidas y los cigarros y en la que E. se perdía a sus anchas. Mientras tomaba café (y puesto que no tenía otra cosa que hacer) dirigió su mirada hacia la vieja máquina tragaperras del fondo, como hacía cada día. Tenía luces por todos los lados, con colores muy llamativos pero nada sugerentes, pensó. Parpadeando, la palabra suerte aparecía y desaparecía en la pequeña pantalla. Nunca antes se había molestado siquiera en leerlo y no le extrañó; se sintió ligeramente superior al pensar cómo podía una persona dejarse llevar por una tentación tan absurda presentada además de manera tan pobre, hasta el punto de perder el dinero y en ocasiones la cabeza. En su miseria no podía permitirse el desliz de confiar en la suerte, de crear buena suerte para él. Había visto a muchos hombres corromperse acompañados por la fortuna, amigos que en un momento dado se habían olvidado de todo cegados por el triunfo. E. no se consideraba un hombre afortunado (porque no lo era), pero de alguna forma se sentía satisfecho: creía que lo que debía hacer era luchar contra todo aquello que podía hacerle creer en que la suerte existía y aun en que él mismo podía manejarla; y lo estaba consiguiendo.
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